martes, abril 10, 2007

LA ROSA DEL ÁNGEL

Un aterrador acontecimiento que escapa a toda lógica, puso los pelos de punta a los habitantes de una pequeña ciudad cuyo nombre no consigo recordar. Esta historia tiene como protagonistas a dos jóvenes que eran los mejores amigos. A tal grado llegaba su amistad que más que buenos amigos Pedro y Eduardo se consideraban hermanos. Se conocían desde la más pura infancia y habían crecido juntos. Ahora ambos bordeaban los diecisiete años de edad.

Una gélida mañana de comienzos de otoño Pedro se dirigía soñoliento hasta el parque donde solía juntarse con Eduardo para así caminar juntos rumbo al establecimiento educacional en el cual llevaban a cabo sus estudios. Tomó asiento en una humedecida banca, y como queriendo desperezarse se quitó las gruesas gafas y se restregó los ojos con ambas manos, de súbito notó que en una banca ubicada unos cuantos metros frente a el había una persona sentada. Al ponerse nuevamente las gafas notó que era una chica, vestía completamente de negro y leía un libro. El joven la observó con curiosidad. Ella levantó la mirada del libro y la posó sobre Pedro, le dedicó una enigmática sonrisa y continuó con su lectura. Pedro quedó maravillado al contemplar la extraña belleza que poseía la muchacha. Su rostro de finas facciones poseía tal palidez que contrastaba con sus ojos perfectamente negros. Aquel rostro estaba enmarcado por un cabello largo y negro que caía como un velo fúnebre para terminar en bucles que reposaban sobre sus pechos. Era alta y delgada, en sus ademanes podía adivinarse cierta distinción.

Una sensación desconocida se apoderó de Pedro. La verdad es que el muchacho se sintió cautivado de una manera inmediata y casi sobrenatural por la belleza y sensualidad extraordinarias de las que la niña era poseedora.
La observó durante un buen rato sin atreverse a abordarla. Sin embargo el magnetismo que ejerció la muchacha sobre Pedro pudo más que su naturaleza timorata y se levantó de la banca con la intención de acercarse, de pronto la voz de Eduardo logró despercudirlo de aquel alelamiento. Ambos jóvenes se saludaron y enfilaron rumbo al colegio. Pedro volvió la mirada como deseando volver a perderse en la oscuridad de sus ojos, pero ella había desaparecido.

Mientras caminaban hacia el colegio Pedro no paró de hablar sobre las características tan particulares de aquella niña que lo había maravillado. A su vez Eduardo le mencionó que también el la había visto un par de veces, e igualmente tuvo la oportunidad de contemplar la insólita belleza de esa joven misteriosa, experimentando un cúmulo de sensaciones similares a las vividas por Pedro.

Días más tarde, ambos amigos volvieron a toparse con ella. Estaba sentada en el mismo banco del parque donde Pedro la vio por vez primera. Los muchachos luego de reunir el valor necesario e intentando despojarse de su timidez se acercaron hasta ella.
Su nombre era Rosa y al poco rato de charlar tanto Pedro como Eduardo se sintieron absolutamente prendados de su voz melodiosa, de sus ojos de ensueño y de sus maneras sutiles.

Sin embargo había algo de aterrador en aquella hermosa niña. A pesar de su belleza excepcional y su natural encanto, algo muy lúgubre parecía querer abrirse paso desde lo más profundo de su ser. Existía algo inquietante en ese halo de misterio que la rodeaba. Así lo percibían ambos muchachos que pese a ello, comenzaron a engendrar una soterrada rivalidad por conquistar el corazón de Rosa. Tal antagonismo terminó por transformarse en un profundo odio, como si se tratase de dos enemigos irreconciliables.

Cada cita que lograba concretar alguno de los muchachos con la joven era considerada una gran victoria y cada uno de ellos en su fuero interno creía llevar la ventaja por sobre el otro.

En una noche, tan oscura como fría y solitaria, Eduardo y Rosa se dieron cita en el parque. Sin embargo todos los esfuerzos de Eduardo por enamorar a la chica fueron fútiles. La joven se mostraba fría y distante, como si su presencia fuera únicamente en forma física y su alma vagara muy lejos, a través de rumbos desconocidos e inexplicables.

- Si verdaderamente quieres conquistar mi corazón deberás obsequiarme la rosa negra que sostiene en una de sus manos el ángel decapitado del cementerio- Dijo de pronto en un susurro suave pero firme.

Eduardo sintióse desconcertado ante tamaña petición, incluso pensó por un momento que la niña bromeaba, pero al contemplar su mirada supo de inmediato que aquello no se trataba en absoluto de ninguna clase de broma.

Luego de pensarlo por unos segundos, finalmente decidió complacer a la joven en aquel extravagante capricho y armándose de valor encaminó sus pasos en dirección al cementerio. La joven le esperaría en ese mismo lugar.

Una leve llovizna se dejaba caer intermitente a través de la espesa niebla nocturna, mientras el muchacho caminaba, atemorizado y con los huesos entumecidos a través de las lóbregas y estrechas callejuelas de la ciudad, hasta llegar ante las puertas de la vieja necrópolis custodiada por siniestras gárgolas de piedra gris. Lamentándose por no haber llevado una linterna se adentró en aquel mar de penumbras y luego de andar unos metros con paso inseguro, a tientas logró encontrar una vela posada sobre una antigua lápida y continuó internándose por los recovecos húmedos y oscuros del extenso camposanto. Nunca antes Eduardo había experimentado tanto terror como esa noche. Sentiase observado, le parecía oír rumores de pasos a sus espaldas, como si alguien le siguiera discretamente y espiara sus movimientos a cierta distancia. O tal vez eran sus nervios los que le estaban jugando una muy mala pasada.

Al cabo de varias horas de caminata desesperada, logró dar con a la estatua del ángel decapitado. La decrepita figura se hallaba sobre una tumba y sostenía en una de sus manos la rosa, una fina capa de rocío cubría sus negros pétalos. Eduardo tomó la extraña rosa entre sus manos temblorosas y la contempló con una sensación de triunfo.

De pronto el joven cayó al suelo, con el dolor reflejado en su rostro y percibiendo como la vida se le escapaba. Una daga asesina clavada hasta la empuñadura en su espalda acababa con su existencia, mientras una mano enguantada le arrebataba la negra rosa. Aquella mano era la de Pedro, su semblante presentaba el aspecto perturbado de quienes han perdido la razón. Pronto las primeras luces del alba comenzarían a asomarse por lo que se dio a la tarea de ocultar entre unos matorrales cercanos, el cadáver del que otrora fuera su mejor amigo. De pronto una vieja fotografía situada sobre aquella tumba llamó tan poderosamente su atención, que se vio obligado a dejar inconclusa la macabra faena. Se acercó hasta la lápida y cogió el retrato sin dar crédito a lo que observaba. En aquel daguerrotipo, ajado y algo enlodado, podía observarse a Rosa sonriendo enigmáticamente. La mirada de Pedro se dirigió luego hasta la tumba y como un enajenado comenzó a despejarla de las hojas secas y telarañas que la cubrían para observar con horror la inscripción que señalaba que aquella tumba era nada más y nada menos que la de Rosa. La chica había muerto hace ya mucho tiempo a la edad de diecinueve años.
FIN
C.B.G.

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1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Buena Carloco! Aunque te quede poco tiempo dale con la escritura.
Cariños.

7:01 p. m.  

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